«El pesimismo es la forma más baja de filosofar, a menudo vilipendiada y desdeñada, meramente un síntoma de una mala actitud. Nadie necesita nunca el pesimismo de la manera en que uno necesita el optimismo para que le inspire a ganar grandes alturas, a ponerse en pie, de la manera en que uno necesita la crítica constructiva, el consejo y el reconocimiento, los libros edificantes o una palmadita en las espalda. Nadie necesita el pesimismo (si bien me gusta pensar en la idea de una autoayuda pesimista). Nadie necesita el pesimismo y, sin embargo, todo el mundo -sin excepciones- ha tenido en algún momento de su vida que afrontar el pesimismo si no como fiosofía, entonces como una queja -contra sí mismo u otros, contra su propio entorno, su propia vida, contra el estado de las cosas, o el mundo en general-.
Hay escasa redención en el pesimismo, y ningún premio de consolación. A la postre, el pesimismo es una cautela de todo y de sí. El pesimismo es la forma filosófica del desencanto -desencanto como cántico, como mantra, como voz solitaria y monofónica que se torna insignificante ante la inmensidad que la envuelve-.»